Encontrar un trabajo decente no es tarea fácil. Pero en su búsqueda, uno encuentra atisbos de otras realidades que pueden servirnos de advertencia. La sujeto de mi atención y análisis, estaba en la frontera que te lleva a las seis décadas, al menos en el camino. Como entrevistadora de recursos humanos de larga vinculación, como ella afirmó, de una gran empresa dedicada al mundo de servicios laborales y ETT (Empresa de Trabajo Temporal), su sonrisa de décadas de ensayo y tono melosamente falso a cada paso del proceso, a cada pregunta, a cada interjección, a cada bondad de un puesto precario de entre 20 y 30 horas, unido al único objetivo de vender; me ponía en guardia.
Resulta agradable al primer trato, si quieren, pero la sordidez que yo percibía era la consecuencia que debía repercutirle a ella misma, aquella infinita repetición del día a día. Seguramente y con un poco de suerte, sería de las pocas personas que podrían jubilarse, sin perder su trabajo. Pero más que el envidiable aspecto de la seguridad, yo me detenía horrorizado en el pago necesario.
Vender, vender y vender de una forma o de otra, implican la mayoría de ofertas de trabajo que encuentro. Todo muy inocuo si de sobrevivir se trata, o eso nos parece. ¿Quién trabaja en lo que le gusta o en algo que le hace sentirse realizado? Y si no es así, ¿qué consecuencia nos acarrea si nos dejamos arrastrar por esa cotidianeidad durante nuestros mejores años? Como leen, la sombra de esa entrevistadora, me persiguió por días, y me forzó a seguir desmadejando.
La acción física conlleva consecuencias mentales, queramos o no, hacer nos modela; lo que no siempre ocurre en la dirección opuesta. El mundo se crea en la mente y los devenires de ésta conforman lo que somos, pero corto porcentaje de la actividad mental se hace visible, aunque su desarrollo sordo y oculto, sin duda nos transforma. En cierta manera somos la amalgama de lo que somos y pensamos. Pero hacer conlleva en muchas ocasiones que lo exterior nos configure, conformando en nosotros un yo que nace de la pura acción, porque en el sentido más práctico, somos lo que hacemos.
El cúmulo de circunstancias que nos impele a adoptar un rol, termina moldeándonos. La rutina y su aceptación no hacen más que adoptar nuestra piel y nublarnos el recuerdo de las intenciones de nuestros antiguos yos, con sus virtudes y defectos. No por nada somos lo que hacemos, y de tanto jugar al mismo juego, terminamos siendo la gesticulación de sus valores, a pesar de nosotros mismos.
Las matemáticas son primas hermanas de los hechos, ambas en su cómputo final, nunca mienten. Así que si nos fijamos en proporción y tiempo, entenderemos que en términos sociales somos nuestro trabajo. Circunstancia que en una situación ideal implicaría que las personas se desarrollan y expresan en una actividad que las identifica, pero y si la correlación social no sólo no cuadra, sino que nos fuerza a adoptar funciones que se alejan de lo que queremos ser y en muchos casos nos sitúan en el polo opuesto. Todo por la simple necesidad de sobrevivir de manera temporal, aunque finalmente ésta se transforme en nuestra única y permanente actividad. ¿Qué será de ese yo que no se expresa?
Muchos dijeron, y algunos otros más tarde dirán, que nuestra vida nos expresa; yo me atrevo a añadir que en ese caso, la muerte como metáfora, lo certificaría. Seguramente, el laberinto de nuestro devenir destilara en su último verso, todo aquello que fuimos. No dudo de su verdad mística, pero en la esfera terrenal, estoy seguro de su imposible certeza. Quizá así ocurra en el plano práctico y en la relevancia o recuerdo que en la vida de los otros deje nuestro paso; pero aceptarlo sería negar nuestra poliédrica naturaleza.
El valor de una vida se convierte en un mensaje plano, unívoco, a comparación de sus múltiples y desconocidos pliegues. Se nos olvida, que la teatralidad de los hechos también oculta el sentimiento de lo que no pudimos ser. La vulgaridad se escenifica en que sólo aquellos que nos conocieron y sobrevivieron, podrán certificar su verdad, la nuestra no. Los protagonistas, siempre creemos tener tiempo para expresar mucho más, y los hechos terminan contradiciéndonos. Pero no por ello lo que no se hizo, dejó de ser parte intangible de nuestra existencia, al menos en nuestra cabeza.
Es por ello que ese indiscutible y científico total de una persona, nos es tan ajeno como lo exterior permite serlo a un testigo. Atestiguar no es ser, y una vida no es sólo aquella escenificación que el otro percibe. El don de la totalidad implica dos puntos de vista que la subjetiva u objetiva, por sí misma no puede completar, porque por más que queramos sólo somos uno.
Nadie suma y resta el bagaje de lo que pudimos ser, fuimos y somos, salvo el propio protagonista; pero ni de él debemos fiarnos. Vivir nos fuerza al sobreseimiento de sucesos y recuerdos, porque todas las personas que hemos sido, no se pueden escenificar a cada paso. Como mucho, sabremos representar lo que creemos ser ahora mismo. Por ello el ayer termina siendo olvido y el presente el único yo. Y merced a nuestra incapacidad para aglutinar y recordar todo lo que hemos sido, terminamos siendo aquello que nos acostumbramos a ser.
La sociedad no es la suma de las voluntades, sino de las acciones, y en la maraña de la realidad se tuercen las intenciones del individuo. Cuando no puedes ser tú, terminas siendo aquello que te has acostumbrado a ser, el peso de la inercia nos puede. Supongo que la lucha, con sus máscaras y contextos, siempre ha existido, y que el resultado yace más en las manos de las circunstancias que en el de nuestra propia cabezonería.
Pero quizá, también la testarudez sea un signo de independencia, de libertad y un amaneramiento inequívoco de que parte de lo que fuimos y pensamos ser, aún lucha por salir de la esfera mental y expresarse. Mientras persista el tic, la inercia de la rutina y lo externo aún no se habrá hecho con nosotros. La esperanza de ser nosotros mismos a pesar del trabajo y las necesidades de supervivencia, subsistirán y esos múltiples yos que la sociedad acalla, podrán expresarse y ser. Antes de que nuestro propio tiempo los silencie y los condene al olvido, de aquello que nunca pudimos ser.
Las Dos Españas y La Repetición de Elecciones
Un país es un ente vivo, aunque para su concepción y tratamiento nos agarremos al estereotipo de considerarlo un todo inamovible. Es más fácil lidiar con una personalidad elucubrada, idealizada y compartida, que con los millones de seres humanos que la conforman; fue el uso de esa pertenencia, como estrategia, lo que inauguró el arte de la política.
Es una obviedad, pero cada día mueren y nacen, residen y emigran, un incontable número de personas. Un país, como todo en esta vida, evoluciona y se transmuta con más rapidez que la reflejada por las instituciones y de lo que sus políticos están dispuestos a admitir. Cuando se agarran a que los españoles ya nos dimos una constitución y la votamos, no demuestran más que su poco apego al estricto espíritu democrático y su renuencia al cambio. Si tú ya estás en el poder, una transformación profunda, aunque sea requerida, puede dejarte fuera.
Esa mutación sorda, continua y múltiple es reducida por la Historia a periodos, épocas, e incluso décadas de especial relevancia. Cual si pudiera esbozarse una instantánea que enmarcara el confluir de todas las mujeres y hombres que en él habitan. Pero no es la gente a quien enfoca la historia, sino a la élite. Quizá también porque hasta ahora no hubo tanto estudio e información sobre el ciudadano medio, y de esas profundidades se enriquecerán las crónicas que de nuestro tiempo, se harán algún día.
Vivir es no tener conciencia de ese cambio común. Solo en las crisis, cuando se hace evidente el desfase entre las instituciones y la comunidad a la que dice representar, la ciudadanía alcanza a balbucear una incertidumbre sin sintaxis. La ignorancia de las múltiples variables que los han llevado a malvivir no puede esconder sus efectos, aunque estos sean maquillados por los gobernantes. Aplacar su propagación, no supone para un político, más que resucitar la idea de país. Como un gesto aprendido, de quien sabe que el pueblo no tardará en enarbolar instintos preconcebidos de lo que somos y debemos representar, haciéndonos creer que en su respuesta está la solución. Aunque eso suponga imponer nuestra ideología y criterio, a esos otros que no piensan como nosotros. Y por el camino, se nos olvida, que el objetivo final de la democracia, es gobernar para todos. Pero las crónicas políticas dan testimonio de que las minorías siempre terminaron saliendo del cuento, las más felices de las veces retratadas por el historiador, en un apéndice tardío donde desdeña la falta de fuentes y lamenta su pérdida. Pero no siempre se es mayoría.
El equilibrio de fuerzas, sin embargo, genera fricción cuando el poder establecido ve surgir en poco tiempo un contrapeso a su, hasta entonces, indiscutido papel y control. El atuendo de la desigualdad cimenta y ensancha la fractura social, y el alejamiento de las clases dirigentes no hará más que escenificar el cambio generacional y de valores de una ciudadanía, que en una importante proporción ya no se reconoce en las instituciones. Pero es que además, en la situación española actual, parte del pueblo se siente ninguneado y maltratado, cargando sobre sus hombros con sacrificios y penurias que sólo al don nadie corresponden. Cuestionar su razón igualándola a peligro para la democracia y negando la bondad de sus dirigentes, expresa no sólo el burdo intento de desviar la atención de las raíces de la situación, sino el desprecio a una franja de población y el miedo a que los tiempos, para la política tradicional, estén cambiando.
Las Dos Españas, esas que firmaron el armisticio de la Transición y que a ojos de la historia se unificaron entonces, sólo cerraron un capítulo. Adormecidas y latentes, reverdecen sus antagonismos con nuevos protagonistas y proyectos, viejas herencias y un nuevo abismo de desigualdad, que fue auspiciado por Europa y presentado por los partidos tradicionales, como camino obligado, único y clave para que el Sistema prevalezca. Lo que sin duda explica, la voraz campaña hacia Podemos de los medios de comunicación de los dos bandos bipartidistas, porque ellos sí plantean cambios en las instituciones para que el ciudadano sea el centro de la política y deje de serlo como hasta ahora el poder financiero. Otra cosa es que, una vez en el poder, cumplan sus promesas y su gestión la avalen los electores.
Mientras la incógnita se revele, lo cierto y probado en estos ocho años de crisis es que la brecha social se agudiza, y mientras las grandes fortunas aumentan sus beneficios, otros enfrentan la supervivencia o la inevitable pobreza. Las alturas del poder vuelven a mostrarse agrias y sorprendidas de que sus arreglos corruptos se aireen. Pero más les incomoda que se ponga en entredicho un sistema que ha privatizado lo público para enriquecer a los grandes poderes económicos y que ha estatalizado las pérdidas del sector financiero, con rescates, recortes y pérdida de derechos laborales, sociales y sanitarios. Todas esas justificaciones, mientras la crisis no las subsane y enderece, y al parecer de muchos economistas tomará décadas, irán dando razones y seguidores a esa nueva España pobre.
Esa es la verdadera amenaza, aún no son mayoría, pero esa irrupción de una nueva política que pone en entredicho la dirección económica y social que el poder ha tomado, cuando los damnificados por venir van a ser muchos más, asusta a un régimen que parecía inamovible y asentado. Muchos no votaron la Constitución del 78, y entienden que el Sistema deber ser cuestionado. Su razón, que no funciona como debía, y sus pruebas, la imparable desigualdad y pérdida de calidad de vida del ciudadano medio.
Por ello no ha habido acuerdo tras las últimas Elecciones Generales, porque el Bipartidismo mide sus pasos con incertidumbre. Aún así los partidos tradicionales son mayoría en España, como se ha demostrado en las últimas elecciones andaluzas donde entre PP y PSOE sumaron más del 60% de los votos, o en las generales de Diciembre de 2015, donde consiguieron el 50% de las papeletas. Ambos crearon el sistema y lo guiaron con sus políticas. El colapso a la hora de formar gobierno, por el contrario, ha escenificado más que un equilibrio que no existe, una duda. Sobre todo por parte de la izquierda tradicional, que dejó de ser socialista en el mero instante que llegó al poder, pero que ahora comprende que un electorado nuevo y parte del viejo, no lo vota sólo por el nombre. La corrupción del PP y sus supuestos roles antagónicos, los encaminaron a elegir a la nueva derecha. No es casual que en los artificios negociadores no buscaran un acuerdo con la nueva izquierda, sino simplemente su abstención. Comparten el temor con el otro gran partido, no sólo por el presente, sino por las futuras elecciones y por la entrada en el ejecutivo de nuevas y reformistas visiones de lo que debe ser una democracia, porque un mal paso puede acarrearles para el futuro inmediato un papel secundario.
La Derecha, por su parte no tiene ese temor, los aplazamientos juegan a favor de que la necesidad de un gobierno los sitúe de nuevo en el Ejecutivo. Si algo teme es que la formulación de un nuevo sistema democrático presuponga el cuestionamiento y las bases del antiguo. Ahí, es indicativo que la derecha tradicional, y la no tan nueva, se pongan a la defensiva y les moleste todo intento de erradicar los símbolos del Franquismo, investigar sus crímenes o desenterrar a los desaparecidos. Como si por reconocer aquellas deudas pendientes, admitieran su verdadero origen, y no sólo político, sino sobre todo económico.
Los tiempos, como decía la canción de Dylan, sin duda están cambiando. La parálisis de la formación de un gobierno no obedece a una correlación equilibrada de fuerzas, sino a las dudas del Bipartidismo por el camino a tomar, porque temen que en unos años la nueva España de la crisis pueda abrazar un camino reformista donde ellos no sean los seguros protagonistas. Hasta que eso pueda o no ocurrir, las nuevas elecciones, sean cuales sean los resultados, darán lugar a un acuerdo amplio basado en los partidos tradicionales. Otra cosa es que tengan el alcance de miras de gobernar para todos. La nueva izquierda será excluida, pero quizá la jugada no sea más que el último y definitivo impulso que necesita el electorado, para que dentro de cuatro años, la nueva España y una nueva política, puedan comenzar otra Transición.