El Amor, con mayúsculas, es la magia de la vida. Su imprevisible encuentro, llena de ilusión la cotidiana rutina del vivir. En un instante, nos inocula una fuerza melodramática que impregna todo a nuestro alrededor con su mandato de dicha y dolor. Su enamorada presencia, justifica las voluntades más indescifrables y erige las idealizaciones más inmaculadas. Pero también, cuando su hallazgo refulge sólo para negarnos su imposible premio, traza con nuestros despojos las derrotas más paralizantes e inasumibles.
La razón y el sentido de nuestra existencia, parecen develarse como una obviedad que siempre estuvo allí, ignota, nueva y eterna, pero reconocible al instante. ¡Eso dicen que es el amor! Y sin embargo, su efluvio, creador de posibilidades y desdichas, no dura. Su cicatriz y su llama se desdibujan entre el olvido y la práctica. Legando un recuerdo idealizado y maldito con su pérdida, o tras su posesión, la inercia de un querer transformado en costumbre. Desmembrado ya su poder cegador y primigenio, para con cariño y reproches cimentar una pareja. Entonces, tras una larga permanencia, su fruto termina siendo, no más que amor para vivir, como si su grandeza y capitalidad primera, se diluyera en minúsculas letras.
La lírica habla de Amor, la naturaleza de sexo. Pero lo llamativo, es la paradójica actitud de una sociedad que encumbra tanto uno, como prejuzga, regla y remilga su mirada hacia el otro. En sus neuróticas relaciones, deberíamos buscar algo más que el simple reflejo de la costumbre.
El absurdo se sustenta en la repetición, y obedeciendo al ilógico parecer de su naturaleza, se propaga. Pero no por ello llega a tener menos fuerza que la pura razón. Las creencias tienen esa virtud. Sin los fundamentos de una hipótesis, el desentrañado lenguaje que aplicamos al mundo, deja de darle coherencia y respuestas a sus razones más aterradoras. Y como humanos, preferimos un cayado en el que apoyarnos. La seguridad prima por sobre la verdad. Es más fácil seguir el único mapa, que el temor a quedarnos a oscuras, sin saber trazar nuestros próximos pasos. Hacerlo, por ello siempre ha sido una amenaza. Y sus ejecutores, pronto adquirieron el estigma de enemigos.
Las sociedades han unido ambos conceptos por medio del matrimonio y la religión, creando así un ámbito adecuado para que el tabú del sexo sea glorificado con el único fin de la procreación. Pero el amor y el sexo, no es la misma cosa. Su apariencia de moneda de dos caras, ejemplifica su uso más habitual, pero la complementariedad no los transforma en una misma entidad. La repetitiva creencia se impone a la realidad.
La magia, para nuestro pesar, resulta tener dueño e ideología. Y no sólo eso, confina el sexo a simple finalidad primigenia de la propia naturaleza, como si traspasar ese fin fuera una herejía. Pero la naturaleza no se regla, se expresa, y el sexo en su expresión prueba ser mucho más que esa reclusión mojigata, que se avergüenza del divino acto por el que surge la vida y se aterra con el instinto que lleva a prácticas que nada tienen que ver con él. Como si disfrutar e interactuar, no fueran parte esencial del camino de conocimiento que implica la vida misma.
El pudor, probablemente, responda a una evidencia molesta. Nos recuerda que muy en el fondo, no somos más que animales. Singulares, bien es cierto, pero no por ello exentos de acudir a su reclamo. La ofensa es clara para un ser civilizado, que no se lleva muy bien con sus orígenes. La doble moralidad explica el resto. Porque como decía antes, se pueden negar los hechos y la naturaleza, pero estos no dejarán de afirmarse con su presencia. Crear reglas, disfraza el mundo, pero no lo cambia.
El sexo no es un arrebato permanente, pero sí continuo y con vida independiente al afecto. Es maravilloso unir ambos, pero iluso encadenar el deseo. El acuerdo, la estabilidad afectiva y vital, los prejuicios y la sociedad, unidos al desahogo, pueden mantener el mito de la fidelidad. Pero el instinto no necesita de hechos, sino de estímulos para manifestarse. Bien gracias a la sociedad, estamos acostumbrados a ocultarlos. Pero muchas personas se colarán en nuestros deseos para probar que por mucho que queramos a una, el sexo no acaba en ella. Otra cosa es la frontera que nosotros nos dictemos.
Desear físicamente a un ser humano diferente, a aquel al que le hemos jurado amor eterno, no implica necesariamente que lo hemos dejado de querer. Escenifica que el sexo no atiende a reglas sociales, ni compromisos lógicos, sino a impulsos. Seguirlos sólo tendrá el castigo y la recompensa que nosotros hayamos aprendido a darle.
El compromiso tácito de un matrimonio tradicional es claro, el de una pareja actual en su generalidad no difiere, pero al menos amplía y admite un nuevo espectro de relaciones. Las reglas sociales dictaron el uso de la intimidad, pero no por ello impusieron su inflexibilidad al instinto. Felizmente hoy, parte de esa intimidad inconfesable, es aceptada. Aún así, queda mucha inercia por contrarrestar.
Dos individuos deben decidir libremente sus juegos de cama. Pero el peso de los usos sociales que enlazan matrimonio, fidelidad, sexo, decencia y religión, suelen estar presentes, en todo inicio. Pero como todo juego, cuanto más se practica, más se expresa y se descubre de uno mismo, en ellos. Diez caminos recorridos te enseñaran más de ti mismo, que uno solo, mantenido en la constancia. Quizá hasta te ayude a apreciar, aquella constancia perdida, que no supiste valorar.
El sexo no es poseer, sino entregarse a unos instintos en los que puede aparecer el amor, pero no siempre es un invitado necesario. Son las formas sociales las que agregan valores, gratificaciones, prohibiciones y culpas, que nosotros hacemos propias. Una pareja no es una propiedad, aunque la civilización patriarcal de la que procedemos lo concibió como un contrato, alimentando ese machismo que sigue generando fanatismo, violencia y muerte, hacia las mujeres. No por nada ha aparecido la violencia de género, en una época de cambio sexual y de roles.
El amor y el sexo son caminos individuales que deberían pertenecer a su propietario, y a aquellos que libremente crucen su encuentro. Unos buscarán el placer, otros la seguridad y la compañía de no afrontar en soledad la vida. Habrá algunos que la escapada a la rutina y a la muerte, justifique sus altos y bajos en una vida carente de mayor aventura. Muchos soñarán, como Platón en su banquete, que la magia verdadera, simbolizada en la unión del amor y el sexo, nos develará una parte perdida de nosotros mismos, un otro yo, no importa el género, que nos justifique y complete para el resto de nuestros días.
Todos lo buscamos, pero al parecer, no con los mismos resultados.