Un país es un ente vivo, aunque para su concepción y tratamiento nos agarremos al estereotipo de considerarlo un todo inamovible. Es más fácil lidiar con una personalidad elucubrada, idealizada y compartida, que con los millones de seres humanos que la conforman; fue el uso de esa pertenencia, como estrategia, lo que inauguró el arte de la política.
Es una obviedad, pero cada día mueren y nacen, residen y emigran, un incontable número de personas. Un país, como todo en esta vida, evoluciona y se transmuta con más rapidez que la reflejada por las instituciones y de lo que sus políticos están dispuestos a admitir. Cuando se agarran a que los españoles ya nos dimos una constitución y la votamos, no demuestran más que su poco apego al estricto espíritu democrático y su renuencia al cambio. Si tú ya estás en el poder, una transformación profunda, aunque sea requerida, puede dejarte fuera.
Esa mutación sorda, continua y múltiple es reducida por la Historia a periodos, épocas, e incluso décadas de especial relevancia. Cual si pudiera esbozarse una instantánea que enmarcara el confluir de todas las mujeres y hombres que en él habitan. Pero no es la gente a quien enfoca la historia, sino a la élite. Quizá también porque hasta ahora no hubo tanto estudio e información sobre el ciudadano medio, y de esas profundidades se enriquecerán las crónicas que de nuestro tiempo, se harán algún día.
Vivir es no tener conciencia de ese cambio común. Solo en las crisis, cuando se hace evidente el desfase entre las instituciones y la comunidad a la que dice representar, la ciudadanía alcanza a balbucear una incertidumbre sin sintaxis. La ignorancia de las múltiples variables que los han llevado a malvivir no puede esconder sus efectos, aunque estos sean maquillados por los gobernantes. Aplacar su propagación, no supone para un político, más que resucitar la idea de país. Como un gesto aprendido, de quien sabe que el pueblo no tardará en enarbolar instintos preconcebidos de lo que somos y debemos representar, haciéndonos creer que en su respuesta está la solución. Aunque eso suponga imponer nuestra ideología y criterio, a esos otros que no piensan como nosotros. Y por el camino, se nos olvida, que el objetivo final de la democracia, es gobernar para todos. Pero las crónicas políticas dan testimonio de que las minorías siempre terminaron saliendo del cuento, las más felices de las veces retratadas por el historiador, en un apéndice tardío donde desdeña la falta de fuentes y lamenta su pérdida. Pero no siempre se es mayoría.
El equilibrio de fuerzas, sin embargo, genera fricción cuando el poder establecido ve surgir en poco tiempo un contrapeso a su, hasta entonces, indiscutido papel y control. El atuendo de la desigualdad cimenta y ensancha la fractura social, y el alejamiento de las clases dirigentes no hará más que escenificar el cambio generacional y de valores de una ciudadanía, que en una importante proporción ya no se reconoce en las instituciones. Pero es que además, en la situación española actual, parte del pueblo se siente ninguneado y maltratado, cargando sobre sus hombros con sacrificios y penurias que sólo al don nadie corresponden. Cuestionar su razón igualándola a peligro para la democracia y negando la bondad de sus dirigentes, expresa no sólo el burdo intento de desviar la atención de las raíces de la situación, sino el desprecio a una franja de población y el miedo a que los tiempos, para la política tradicional, estén cambiando.
Las Dos Españas, esas que firmaron el armisticio de la Transición y que a ojos de la historia se unificaron entonces, sólo cerraron un capítulo. Adormecidas y latentes, reverdecen sus antagonismos con nuevos protagonistas y proyectos, viejas herencias y un nuevo abismo de desigualdad, que fue auspiciado por Europa y presentado por los partidos tradicionales, como camino obligado, único y clave para que el Sistema prevalezca. Lo que sin duda explica, la voraz campaña hacia Podemos de los medios de comunicación de los dos bandos bipartidistas, porque ellos sí plantean cambios en las instituciones para que el ciudadano sea el centro de la política y deje de serlo como hasta ahora el poder financiero. Otra cosa es que, una vez en el poder, cumplan sus promesas y su gestión la avalen los electores.
Mientras la incógnita se revele, lo cierto y probado en estos ocho años de crisis es que la brecha social se agudiza, y mientras las grandes fortunas aumentan sus beneficios, otros enfrentan la supervivencia o la inevitable pobreza. Las alturas del poder vuelven a mostrarse agrias y sorprendidas de que sus arreglos corruptos se aireen. Pero más les incomoda que se ponga en entredicho un sistema que ha privatizado lo público para enriquecer a los grandes poderes económicos y que ha estatalizado las pérdidas del sector financiero, con rescates, recortes y pérdida de derechos laborales, sociales y sanitarios. Todas esas justificaciones, mientras la crisis no las subsane y enderece, y al parecer de muchos economistas tomará décadas, irán dando razones y seguidores a esa nueva España pobre.
Esa es la verdadera amenaza, aún no son mayoría, pero esa irrupción de una nueva política que pone en entredicho la dirección económica y social que el poder ha tomado, cuando los damnificados por venir van a ser muchos más, asusta a un régimen que parecía inamovible y asentado. Muchos no votaron la Constitución del 78, y entienden que el Sistema deber ser cuestionado. Su razón, que no funciona como debía, y sus pruebas, la imparable desigualdad y pérdida de calidad de vida del ciudadano medio.
Por ello no ha habido acuerdo tras las últimas Elecciones Generales, porque el Bipartidismo mide sus pasos con incertidumbre. Aún así los partidos tradicionales son mayoría en España, como se ha demostrado en las últimas elecciones andaluzas donde entre PP y PSOE sumaron más del 60% de los votos, o en las generales de Diciembre de 2015, donde consiguieron el 50% de las papeletas. Ambos crearon el sistema y lo guiaron con sus políticas. El colapso a la hora de formar gobierno, por el contrario, ha escenificado más que un equilibrio que no existe, una duda. Sobre todo por parte de la izquierda tradicional, que dejó de ser socialista en el mero instante que llegó al poder, pero que ahora comprende que un electorado nuevo y parte del viejo, no lo vota sólo por el nombre. La corrupción del PP y sus supuestos roles antagónicos, los encaminaron a elegir a la nueva derecha. No es casual que en los artificios negociadores no buscaran un acuerdo con la nueva izquierda, sino simplemente su abstención. Comparten el temor con el otro gran partido, no sólo por el presente, sino por las futuras elecciones y por la entrada en el ejecutivo de nuevas y reformistas visiones de lo que debe ser una democracia, porque un mal paso puede acarrearles para el futuro inmediato un papel secundario.
La Derecha, por su parte no tiene ese temor, los aplazamientos juegan a favor de que la necesidad de un gobierno los sitúe de nuevo en el Ejecutivo. Si algo teme es que la formulación de un nuevo sistema democrático presuponga el cuestionamiento y las bases del antiguo. Ahí, es indicativo que la derecha tradicional, y la no tan nueva, se pongan a la defensiva y les moleste todo intento de erradicar los símbolos del Franquismo, investigar sus crímenes o desenterrar a los desaparecidos. Como si por reconocer aquellas deudas pendientes, admitieran su verdadero origen, y no sólo político, sino sobre todo económico.
Los tiempos, como decía la canción de Dylan, sin duda están cambiando. La parálisis de la formación de un gobierno no obedece a una correlación equilibrada de fuerzas, sino a las dudas del Bipartidismo por el camino a tomar, porque temen que en unos años la nueva España de la crisis pueda abrazar un camino reformista donde ellos no sean los seguros protagonistas. Hasta que eso pueda o no ocurrir, las nuevas elecciones, sean cuales sean los resultados, darán lugar a un acuerdo amplio basado en los partidos tradicionales. Otra cosa es que tengan el alcance de miras de gobernar para todos. La nueva izquierda será excluida, pero quizá la jugada no sea más que el último y definitivo impulso que necesita el electorado, para que dentro de cuatro años, la nueva España y una nueva política, puedan comenzar otra Transición.