(Cap. 1º- Parte 1ª- Novela: El Chamán y los Monstruos Perfectos)
Cuentan que un día, hace muchos, muchos más años que los que sumarían todos los seres humanos que existieron y existirán, cuando era todavía no más un principiante y no la infinita variedad de la que todos, hoy, formamos parte, Dios, conocido primigeniamente con el más apropiado nombre de el Infinito, no soportó ni un milenio más el eterno aburrimiento que suponía su todopoderosa rutina y se soñó un pasatiempo. Comprendió, en aquel primer instante del principio, o del final del fin, que serlo todo cuando se es sólo uno, es ser nada; así que decidió ser muchos.
La diversidad si se practica es un hábito obsesivo, y como buen jugador se dejó guiar por la adictiva sabiduría recién hallada. Él, el grandísimo, fue transfigurándose en polvos estelares, quásares y galaxias; y supo que ya no podía parar. Se gustó al sentirse diferente y variado, y no cejó, excitado como estaba por el fuego de las estrellas, que sólo lo consolaban. Pensó, milagrosamente, en llenar ese vacío que aún sentía con agua, aire, tierra, y miríadas de cosas que aún desconocemos. Descubrió que la tarea de crear, le generaba nuevas y perpetuas necesidades; y a ellas se entregaba. Durante esa breve eternidad que duró el despertar, fuimos trozos de su conciencia. Felices de saborear la plena libertad, jugando a transformarnos en alter-egos de las partes de su ser, hasta que decidió probarse en carne, y en ella, finalmente, nos soñó.
El mundo desde entonces es una incógnita irresoluta, llena de soluciones mágicas y caminos intangibles, inimaginables e infinitos. Una verdad mística vislumbrada y explorada por el hombre antiguo, que el hombre moderno ha olvidado. La hormiga ególatra y prepotente, que ahora somos, creyó, al percibir y aislar un hilo de la realidad, que ese método exitoso que podía apresar en libros, pariría dogmas y explicaciones irrefutables sobre la razón del infinito. Tomó un camino, no ha más de un ayer, y lo trasmitió por generaciones. Pero olvidó muchos otros que exploró por decenas de miles de generaciones, y que desde entonces se han ido desvaneciendo, perseguidos por la ciencia y sus hallazgos.
El ser humano moderno crecido de su conocimiento obvia algo, hallar una certeza no implica resolver un enigma. Sobre todo cuando de ese mismo enigma sólo se es una de sus más ínfimas partes. Pertenecer a un gran sin fin no habilita la posibilidad de averiguar el total de la suma, pero sí permite al ser parte de ese todo, recuperar aquello que nos une con la totalidad, desempolvar nuestro vínculo con Él, con el Infinito, con la energía de la que surgimos y con la que, y para qué, tenemos conciencia. Y al aplicar esa simple lógica racional, tan imposible de creer, se abre, en verdad, la puerta de las maravillas.
Ese conocimiento místico lo supo y lo indagó la generalidad del hombre antiguo, personificado en sus sabios. Aquel don permitió que el ser humano abandonara el equilibrado mundo animal, en el que duramente sobrevivía, e inventara algo propio. Su hallazgo, sin embargo, no se lo adjudiquemos al propio hombre, sino al Infinito, porque nada en él es casual, sino voluntad.
La primera civilización, aquella cuyo nombre los mitos intentan dibujar en falso, calificó aquel momento como “el día del despertar”. El hombre todo, desparramado por el planeta, estaba dormido, olvidado de su origen, cuando la maga fortuita hizo que dos conciencias de luz repararan en nosotros. La leyenda de aquella madre de civilizaciones los califica como heraldos del Infinito, las posteriores culturas del hombre cuando alguna vez encontraron a los de su estirpe, los proclamarían dioses. Eran un padre y un hijo, un maestro y un discípulo, entes que advirtieron que en el pasado habíamos sido sus iguales. La conciencia de esa paridad energética los atrajo, y en el momento en que su energía se unió a la de nuestro planeta, el hombre todo, desparramado en los vericuetos de su barbarie, despertó.
Contaba Nmaga, aquel su primigenio poema del despertar, que el universo se reveló tal y como el hombre había olvidado que siempre había sido. Percibimos de nuevo ese engarzado infinito de filamentos de conciencia que iluminan y conectan cada parte con la totalidad. Por un instante recordamos y sentimos nuestro vínculo con el Infinito, y comprendimos que aunque estemos anclados en una de sus caras, nuestra energía refleja, como aquel al que pertenecemos, su multiplicidad.
Mas aquella lucidez, como un fútil intento de reconstruir un sueño desde la vigilia, se eclipsó tal y como vino. Y sin embargo la intuición de su rendija nos fue concedida. Susurra la perdida memoria del tiempo de lo que fue, que el padre y el hijo entraron en guerra. Aquellos dos seres lucharon en duelo para ganar el derecho de marcar nuestro sino. El discípulo discutió al maestro y lo encaró para salvarnos. Se apiadó de lo que éramos al recordar lo que fuimos, y se propuso regalarnos la puerta del conocimiento, el camino para regresar a la totalidad de nuestra conciencia.
Los versos perdidos del poema engarzaban el oscuro fulgor de los cielos estrellados con la rima del épico combate, cuya duración se estimó en tres meses y dos años. El maestro había ganado. Su impecable juicio había triunfado, el hombre debía, solo, alcanzar su conciencia perdida. Sin embargo, como dictó el Infinito, no sin antes darles un regalo. Toda perdida, una vez consumado el sacrificio, nos concede parte de lo abjurado. Y el maestro con su victoria comprendió al rebelde alumno.
Cuentan que un padre apenado fue quien bajó hasta la tierra, y en recuerdo del vástago amado se dirigió hacia los hombres. En su regazo, llevaba la esencia de aquel al que había matado, y en su dulzura nos encargó su cuidado. El objeto de poder no era más que una piedra del tamaño de una mano. Pero en su presencia los hombres sentíanse despertar. Mgaar, que así era el nombre del heraldo, escogió de entre ellos a doce y los adoctrinó en el conocimiento sagrado. Les mostró la maestría del Intento, la puerta mística que abre la conciencia dormida del hombre y les afirmó que el regalo era la llave. El objeto de poder recibió el nombre del heraldo sacrificado, Naga, y en su cristalina limpidez atesoraron los doce discípulos el escurridizo Intento que iban cultivando.
El heraldo quedose en la tierra hasta que los doce adoctrinados fueron maestros de iguales discípulos cada uno. Después, declaró que el camino hacia la libertad había empezado, pero que su consecución sólo yacería en la voluntad impecable del hombre.
>>Trece veces –profetizó– caerá el hombre en su ascenso para ser juzgado. Pero fruto de la penúltima olvidará por completo que los animales, los árboles, las piedras, el planeta y el mismo universo poseen la conciencia que, para sí solo, desde entonces reconocerá. Desdeñará el Intento y no sólo eso sino que perderá por primera vez a Naga, y sin ella se levantará negando que la multiplicidad del Infinito minimiza al hombre y creerá ser más importante que el mismo planeta. Y por primera vez, tan cerca del nuevo juicio como el hoy del mañana, despreciará el hombre a la madre tierra y la sacrificará en su ceguera.
Pero antes de que el mundo mude por treceava vez su piel reaparecerá un hombre antiguo, un guerrero del Intento perdido por decenas de milenios y que en la búsqueda de Naga hará que el amor se enfrente a su decisión, y el mentor a su ahijado. La lucha iluminará a aquel que renunciando a su vida, la gane y en obteniendo a Naga abra la posibilidad de supervivencia del hombre. Sólo entonces doce nuevos discípulos aparecerán para liderar a la humanidad en su vuelta a la libertad de la conciencia, triunfarán o en su soberbia, morirán los hombres.<<
La memoria del hombre, preservada del olvido permaneció en Naga incontable tiempo. Y una tras otra, las civilizaciones olvidadas de la historia, tras su desaparición, legaron con sus supervivientes el sagrado conocimiento del Intento. Hasta que se llegó a una edad de oro, endiosada de su prepotencia, en la que los hombres, en verdad, fueron maestros del Intento. Y la magia de sus milagros rivalizó con el horror de sus desmanes, lo que orilló a la tierra a violentar un nuevo ciclo. Los polos cambiaron y con ellas los hielos, y el continente de maravilla fue borrado del tiempo. Y en la debacle se perdió la gran verdad mística. Ya han pasado milenios y sigue despreciada por el pecado de nuestra eterna naturaleza, el olvido; y aunque oculta, para nuestro bien, aún permanece en la memoria de un hombre vivo…
(Continuará…)