Capítulo excluido de la novela: «El Chamán y Los Monstruos Perfectos», de tono místico, fantástico y crítica social.
Como todo ejercicio de creación, dolió dejar fuera al personaje, una vez que el diseño general de la misma cambió. Sin embargo, hay algo en el texto que me sigue cautivando. ¡Espero sus opiniones!
La imagen que lo acompaña es un viejo dibujo (Hechizo Maldito) que sugiere el tono del relato.
Uno de esos jóvenes taciturnos y ninguneados por su entorno que cría el desdén moderno y la falta de calor humano, encontró en la soledad dolida de su rabia un asidero de venganza abrazando esa voluntad como única vía de afirmación. Si a nadie parecía importarle él, sus actos no tendrían en cuenta a nadie más que a él. Ese comienzo nada original y bien deambulado por cualquier adolescente, terminó por instaurarse como su única norma. Quizá porque el desdén de su entorno siguió, quizá porque nadie le brindó un sincero afecto. El caso es que su norma terminó por hechizar sus gustos y desvincularlo de las briznas del remordimiento.
Azrael, ominoso nombre con el que se autonombró, se había sentido desde pequeño un bicho raro. Su enclaustramiento y el rechazo continuado pareció empujarlo a cultivar y a aumentar sus gustos mórbidos, y estos a su vez alimentaron su rareza. Primero como una coraza a su pena, y luego como señera orgullosa de su odio y afirmación frente al resto. La muerte, a la que al principio anhelaba su pena infantil, le marcó un gusto siniestro por todo aquello que sonara negativo y con lo que se identificaba. Y si aquellas personas que se consideraban buenas ante sus primeras inquietudes, disfrazadas de travesuras, no hacían más que reprocharle su maldad, su rareza; él acosado, terminó no sólo por creerlos, sino por quererla.
Encontró en los libros modelos a seguir, mundos que conquistar y fronteras que cruzar. Al principio los leía con un secretismo gozoso pero culpable. Luego con la veneración impaciente del que está preparando no sólo su venganza, sino un plan de vida. Magia, esoterismo, cábala, nigromancia, alquimia, brujería… todo tema sobre el que investigaba lo tomaba como una herramienta que atesorar. Su memoria se convirtió en una esponja con capacidad ilimitada, y entonces decidió que debía actuar. Hasta entonces sólo se había contentado con crear pócimas y ungüentos con las plantas que recogía, pero ahora iba a invocar al poder mismo.
Primero eligió la meseta de un bosque cercano y la limpió de maleza, más tarde formó con guijarros una rosa de los vientos, luego profanó la tumba, con innegable placer, de su propio abuelo y le arrebató el cráneo, por fin esperó a que llegara el primero de noviembre.
La noche indicada ungió su cuerpo desnudo con un ungüento de corteza de noguera, unto de macho cabrío y mandrágora como ingredientes principales, y después vistió túnica negra. Sobre la rosa de los vientos roció sangre de un niño al que cuidaba y sobre un tronco muerto, que utilizaba de altar, colocó la calavera entre dos velas negras. Al llegar la medianoche se armó de un tridente de fabricación propia y señalando con él a los cuatro puntos cardinales conjuró a Satán con una invocación sacada de una peculiar edición de El libro de Thot que empezaba así:
-¡Booz! ¡Adonai! Lux, Tenebrol, ¡Belial! Rey de los Infiernos, poderoso señor a quien el mundo rinde culto en secreto…
Al terminarla se postró sobre la rosa de los vientos y rezó sus deseos al infinito sin mascullar palabra. Ofrecía servidumbre a cambio de poder, quería convertirse en el mago más temido y poderoso de los tiempos, pasados y por venir. Sin embargo nada ocurrió. A la hora se incorporó incrédulo y dolido de que también el mal lo despreciara. Descargó su furia contra las cosas que lo rodeaban, y no cejó hasta pulverizar el último trozo de cráneo que alcanzó a ver. Después lloró, protegido de la total oscuridad como cuando niño.
Aquel primer fracaso, en lugar de sumirlo en el desaliento, lo encorajinó en la búsqueda de nuevas fórmulas, empecinado como estaba en que si otros habían conectado con esos seres, él no iba a ser una excepción. Pensó que para atraerlos debía cambiar su actitud, si su comportamiento hasta entonces no había sido el más modélico, en adelante sería el más malévolo. Sus pequeñas maldades se agrandaron hasta planes milimetrados durante meses, para causar el mayor dolor. Entre su familia usó el papel del despreciado, para con el lazo del afecto arrancar secretas intimidades que destiló en ocasiones señaladas y festividades varias, para frustrar bodas, desunir hermanos y quebrantar almas.
Sin embargo fue con su única, digamos amiga, que rompió el último lazo de piedad y selló su destino con una pena inesperada. Diana era una jovencita fascinada por los vampiros, el estilo dieciochesco y los vestidos negros. Había compartido aula con Josué, antes de que se cambiara el nombre por Azrael, y a pesar de la frialdad de éste había terminado por hacerse su amiga. Con una simple frase había roto el hielo.
-Hola, ¿cómo te llamas? Te parecerá una tontería, pero me recuerdas a alguien, como si en otra vida… nos conociéramos.
Diana había sido una válvula de escape necesaria contra su aislamiento, y aunque con reservas le había terminado compartiendo sus libros y parte de sus oscuros gustos. Sin embargo que continuara frecuentando sus otras amistades y que pareciera querer algo más que amistad, lo mantenía sobre aviso. Ella podía tener al chico que quisiera, pues aunque de gustos siniestros, era alegre, popular y de una belleza cautivante. Entonces, se preguntaba desconfiado, qué iba a querer de él, impopular, contrahecho (tenía una pierna más corta y un ojo estrábico) y malvado; si no era la aviesa intención de ponerlo en ridículo.
A pesar de la coraza que se había creado por años, el roce le fue creando dudas y un afecto, que aunque no exteriorizaba, lo sorprendía con ensoñaciones que le tranquilizaba castrar. Pero Diana leyó, tal vez en el aire de su amigo, algo distinto y un día se atrevió a atacar. Lo besó en un descuido, y ante su rechazo, tras una dulce perorata le indicó que su problema era que no se dejaba amar, y ella, aunque no la creyese, lo amaba. Él le pidió que se fuese inmediatamente, y con un desliz que consideró debilidad, le gritó cuando partía, que no permitiría que se riera nunca más de él.
La noche que siguió, los insomnes sueños de felicidad, le amargaron los planes de futuro que para su vida había trenzado. No, no podía caer en un sentimiento tan débil ahora que por fin vislumbraba la promesa de un encuentro. En las últimas semanas había estado utilizando ciertas plantas de poder para sumirse en un estado de conciencia alterado, y al contrario que en otras ocasiones en que los retazos eran inconexos y olvidados, ahora un ser intangible y con aspecto de jaguar se repetía y le hablaba de concertar un pacto beneficioso para ambos. Incluso recordaba que le ofertaba poder y él prometía, en pago, un sacrificio. Los detalles se perdían, pero no su nombre, Aiwaz.
El sueño no llegaba para levantar un muro y salvaguardar su tranquilidad, y en su lucha Azrael acudió a la maldad. Se dio cuenta de que inconscientemente había excluido a su amiga de sus juegos malévolos, y para ahuyentar el afecto y el sentimiento de debilidad que le producía, ideó para ella un nuevo plan. Pensó que si el querer era fingido lo merecería, y si no tanto mejor, ya que así borraría la descubierta flaqueza y a la vez engrandecería sus méritos ante los representantes de la oscuridad. Una vez pergeñado el plan pudo dormir. Mas en su reposo, para su mal, soñó que el amor triunfaba.
Cuentan, pero las lenguas de los hombres gustan a posteriori de afilar los detalles, que el día que precedió a los hechos Azrael lució una felicidad desconocida. Que sus ojos refulgieran con el brillo del amor para unos, y la parturienta maldad para otros; no refleja la memoria de su dueño. Fue un calvario de ansiedad, donde la pena, la ira y la felicidad parecían fundirse en el único anhelo de que todo acabase. Y aunque tenía un plan no sabía cómo.
Le había escrito una carta citándola, sólo si de verdad lo amaba, a medianoche en el llano del bosque donde realizara su primer intento de invocación. Sabía que a esa hora sus padres no iban a dejarla salir, así que tendría que salir a escondidas, algo que ya había ocurrido otras veces. Para la ocasión había preparado un nuevo altar con velas, algunas pócimas y una cámara oculta tras el follaje y dispuesta a grabarlo todo. Se había preparado un guión de preguntas con el fin de que las respuestas no pudieran variar mucho y al montarlas, poner en evidencia las intenciones de ella. El proyecto era simple, hacer unos conjuros y luego si aseguraba que lo amaba, sellar su unión ante los seres oscuros que iba a invocar teniendo sexo allí mismo.
Llegó una hora antes y en la espera los nervios fueron un suplicio interminable. Quería que viniese, presentía que no faltaría, pero algo en su interior prefería que nunca apareciese. Porque si llegaba, su plan de cualquier forma era la traición y por un momento pensó que no tendría el valor. Aquello que sentía, ¿era el amor?, se preguntaba. Temblando de ver que sin duda ella era la única persona por la que hubiera dado la vida. Pero sus planes y el odio a los demás le ofrecían una inercia que lo calmaba. El sentimiento, se persuadía, era la falaz debilidad que como prueba le requería Aiwaz superar, para así demostrar que era digno. Y entre tanta duda, si algo quedaba fijo era que al poder no iba a renunciar.
Divisó desde la meseta en la distancia y comprobó, aliviado, que nadie parecía aproximarse. Pasaba en más de media, la hora de la cita, y la ansiedad liberada le pidió actividad. Así que tomó el ungüento que había usado para contactar con el ser incorpóreo y lo restregó en cantidad generosa, en vez de en una sola zona como hasta entonces, por las corvas, las sienes, las axilas y toda superficie de la piel que supiera que lo absorbería con rapidez. Luego presa de una agitada diligencia se desnudó y conjuró, con palabras que no conocía, a Aiwaz.
El tiempo se detuvo y sus sentidos se amplificaron en un mundo oscuro en el que sólo parecían estar los dos. Aiwaz se mostró imponente en su amplitud, como si su tamaño lo impregnara todo y su forma intangible fuera el todo ante el que Azrael se postraba con veneración y miedo. Uno rogó sin hablar y el otro le contestó de igual forma.
-El poder inconmensurable de Aiwaz está a tu servicio y tú al servicio inviolable de Aiwaz. Mis caprichos son tu meta, tus deseos mi voluntad. Ahora, sólo te queda pagar.
En ese instante supo. A la par que su ser se desmembraba al cruzar unas líneas paralelas y sentía como una torcedura en su cuello reacomodaba su energía, que el momento del pacto había llegado. Luego cuando su propia esencia, emergía del abismo, notó una conciencia y, sin dilación, la tomó sin piedad y la sacrificó en el altar. Y después de esta pequeña eternidad, la realidad.
Diana yacía a sus pies, muerta. Tenía el cuello destrozado y estaba cubierta de sangre, pero no más que él. No recordaba los hechos, pero los sabía. Los había conocido en un instante, justo antes de volver. Ella era el pago, y él el ejecutor. Sus poros bebían del pacto y se henchían con el poder mismo y aunque surgió una duda; supo que no había vuelta atrás. Era más de lo que nunca había imaginado, y esa misma merced le hacía comprender la grandeza de la vida y todo a lo que había renunciado. Y si bien no extrañaría lo que nunca había sido suyo, sí lo que lo fue.
Se acercó a la cámara, no le hacía falta porque todo sabía, pero le urgía. La rebobinó. Vio la llegada de Laura, lo recordaba, pero le embriagaba regodearse en los gritos y las alharacas preocupadas de ésta ante sus convulsiones. Contempló los besos y caricias que le prodigó para sacarlo del trance, cada detalle lo tenía presente, pero nada lo mesmerizaba más que ese trozo de realidad grabada. Siguió con su aparente despertar y su petición al vacío para que aceptara a su misma madre de ofrenda, y aunque recordaba la negativa, se reconfortó de ver que al menos una máquina sabía que lo intentó. Luego la promesa de amor eterno que calló con un beso, le emocionó ver que fue verdad. Beso que aún le olía y selló el final. Después simplemente no pudo ver más. El resto se había incrustado en su mente. Apartó la cámara, y dicen que por horas no dejó de llorar. Después desapareció como una sombra que lleva el viento, dejando atrás las pruebas de sus hechos y jurándose que aquella tierra no la volvería a pisar. Y lo cumplió, hasta hoy.
Aiwaz, que por años le había dejado explorar el mar de su poder, lo reclamó. Y Azrael pisó de nuevo, sino su pueblo, sí su tierra natal. Y el aire, aunque nada contra él podía, le dolió como el dolor primero, porque le trajo su olor. Y sus pasos, para ocultarse en ellos, se volvieron ruina. La tierra tembló, las nubes emergieron ennegrecidas y un temporal de lluvia y viento castigó la ciudad donde se encontraba. El suelo se corrió por Lomas de Ecatepec arrastrando colonias, un edificio se derrumbó en el Eje Central sembrando muerte y espanto, y al atardecer la luz eléctrica dejó de existir por horas, para cobijar su negrura. Azrael anduvo por doquier para contemplar su obra y sólo se detuvo ante una pensión, y con él la lluvia. (…)