Las expectativas de futuro dibujan horizontes que la realidad suele contrariar, las menos de las veces con escenarios mucho más generosos de lo previsto. Es el caso, para ambas situaciones, de lo que significaba Europa en aquel entonces para los países que en 1981 y 1986, tras la firma de los tratados de adhesión, se incorporaban a la Comunidad Económica Europea; Grecia primero, Portugal y España después. La contrariedad del ciudadano medio respecto al total que marca el hoy, contrasta con una élite que ha visto superados sus sueños en cuanto a la cuota de poder, control y dinero obtenido en el proceso.
Los años y el escenario económico y social, han devuelto a los primeros a una carestía de la que creyeron escapar con su ingreso. Con el agravante de que su rumbo, cedido tras la entrada al club por sus políticos, está dictado por aquellos a los que iban a emparentarse como iguales, y además las perspectivas auguran una involución lenta, pero segura.
En el caso español, desde la pérdida de las últimas colonias, Cuba y Filipinas, Europa había permanecido por casi un siglo como una referencia ajena. Distancia que la dictadura franquista, con su autarquía y aislamiento había situado como ejemplo de inalcanzable modernidad, progreso y sociedad equitativa a la que todo progresista aspiraba a parecerse algún día. La llegada de la democracia y el posterior ingreso en la Comunidad Europea, pareció cumplir el sueño: la entrada a un mercado amplio y diversificado activó la economía, los ingresos del Estado y la percepción de que las mejoras sociales y económicas nos terminarían acercando a nuestros ricos vecinos del norte.
Los lustros siguientes profundizaron esa pertenencia con fondos europeos destinados a crear infraestructuras, acotar la producción ganadera, determinar el futuro agrícola e imponer la progresiva venta de los grandes sectores públicos, como la electricidad y el gas, la telefonía, los transportes, los hidrocarburos, la banca, el tabaco, la alimentación, la automoción y un largo etcétera. Todo bajo el afilado sesgo político de que la liberalización del mercado mejoraría la eficiencia empresarial, estimularía el ahorro y por consiguiente, la creación de riqueza y la generación de empleo. Así al parecer se cimentaba el Estado del Bienestar, ese que Inglaterra, Holanda, Alemania o Francia disfrutaban, desposeyéndose de los sectores claves y entregándolos a las inmaculadas intenciones del gran poder financiero, que sin duda velaría por nuestro futuro.
La idea europea de construir una comunidad de países para preservar la paz y promover la convivencia y la cooperación como mejor arma contra la amenaza de una nueva confrontación como la sufrida en la II Guerra Mundial, comenzó con el único punto de unión, la economía y el mercado. Y al parecer por ellos sigue dirigida, sacrificando en el camino los derechos ciudadanos, y desechando las políticas del bienestar y el pleno empleo keynessiano, que en teoría eran sus objetivos finales.
Es curioso cómo con el cambio de nombre, tras el Tratado de Maastricht de 1992, se empezaron a entrever unas intenciones claramente vertebradas en torno exclusivamente a ese adjetivo que entonces desaparecía. Como si una culpabilidad diferida, preclara y anticipada buscara escamotear la atención de aquello que en exclusiva y totalmente pretendía. El culpable escabulle la prueba condenatoria, y el portavoz de las élites transformado en político europeo habla de unión, cooperación y sociedad, cuando quiere decir Euro, control del déficit público y flexibilidad laboral.
Si la política exterior y de seguridad común no se ha logrado, menos iba a pretender profundizar en una Europa social el crucial Maastricht, que instauraba las vacías elecciones europeas, pero que fijaba su único objetivo en una unión económica y monetaria a la que había que acceder sin superar el 3% del déficit público, conteniendo la deuda pública y la inflación, o dicho de otra forma, inducía a la venta de las empresas públicas para cuadrar balances momentáneamente y desproteger el futuro.
En el caso español, hasta ahora 120 empresas se han vendido, con Felipe González entre los años 1982 y 1996 se consiguieron 13.200 millones, con Aznar entre 1997 y 2004 unos 30.000 más. Zapatero intentó entre 2004 y 2011 ceder la gestión a manos privadas de los aeropuertos de Madrid y Barcelona y vender el 30% de la Lotería, pero ninguna operación fructificó. El gobierno de Rajoy ha puesto la mitad de AENA a la venta, con un valor total que ha bajado desde la tasación de 19.000 millones del 2011 al de hoy estimado entre 12.000 y 16.000 millones. En Renfe se ha comenzado con el anuncio de que manos privadas competirán ofreciendo los servicios del AVE, y en la próxima agenda se contempla la venta de Loterías y Apuestas del Estado, así como de Correos y Puertos del Estado.
La complejidad burocrática y tecnocrática que rige los destinos de los socios europeos anunciaba que la unión monetaria significaría un paso determinante que ayudaría a la mejora económica y social. Sin embargo la primera consecuencia para el ciudadano español fue la de una inflación encubierta que nos hizo perder poder adquisitivo, ya que lo que costaba cien pesetas se convirtió en un euro, perdiendo sesenta pesetas respecto al cambio oficial establecido. Una generosa donación colectiva para un sistema financiero, que una vez llegada la crisis hubo que ser rescatado con dinero público, aumentando así una deuda y un déficit institucional que carecía, por ejemplo de los ingresos que sus empresas públicas y ya vendidas le hubieran generado. Ingresos que hubieran contenido los recortes y la pérdida de derechos ciudadanos.
Telefónica, por poner un ejemplo, sólo en 2010 generó 10.167 millones de beneficio, y su valor actual es superior a los 60.000 millones de euros. No es fortuito que en 2006, tras reiterados apremios de la Comisión Europea, el ejecutivo español derogara la “golden share”, acción de oro, que era el derecho de veto que el Estado se reservaba sobre compañías privatizadas. Lo que certifica que los hechos macroeconómicos actuales, pueden haber aprovechado la coyuntura de la crisis, pero no por ello dejan de ser fruto de una sola perspectiva que se viste con el nombre de Europa, la financiera. Esa que pone como única institución rectora de la política monetaria al Banco Central Europeo, fuera de todo control democrático, y que curiosamente no puede prestar dinero a los Estados, pero sí a la banca privada que será la que les preste a los mismos Estados a un mayor interés. Utilizando ese dinero también para eso que se dio en llamar “prima de riesgo”, que no es sino el préstamo al galopante déficit público de los países que con recortes y pérdida de ingresos han afrontado el rescate de ese mismo sector estratégico. Un perfecto y financiero círculo vicioso.
El españolito pensó que ingresar en Europa haría crecer la industria, la prosperidad y la diversidad económica. Pero Europa no vino a sembrar industrias, sino a ganar mercados y a especializarnos en ser sus proveedores de vacaciones, con sol, bares y burbuja inmobiliaria en torno a la costa, como única industria patria. Y lo peor es que impuso la venta de las mejores propiedades, creando un panorama desalentador por el incremento de la desigualdad y en cierto modo a una población indefensa. Como si fuera el juego del Monopoly en el que las mejores propiedades ya estaban adquiridas, y encima nos han forzado a que aquellas que nos quedaban, tuvieran que ser vendidas. Dejándonos sólo en propiedad, el trascurso de las vueltas y la inevitable ruina.
Quien niegue la mala fe de nuestros políticos, no les podrá por menos señalar que su capacidad y gestión ha sido irresponsable, tanto así que pareciera que fueron simples canales de voluntades interesadas. Esas que siguen azuzando los recortes y la flexibilidad laboral como única salida a la crisis, sin darse cuenta de que, como decía el economista norteamericano Robert Reich, las desigualdades están arruinando la economía.