El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, es un slogan demasiado contundente y poderoso como para oír voces disonantes que se opongan a ese disfraz igualitario que el poder se otorga. Otra cosa serán los hechos.
Las supuestas bondades del sistema, que permite la elección directa de los gobernantes, acaban precisamente ahí, porque una vez delegada su representación en manos de otros, su opinión deja de contar. El partido o el presidente electo, desde el momento en el que toma posesión del cargo, no tiene más que una obligación moral. El hecho de incumplir los programas, promesas, compromisos y políticas con las que ha convencido al electorado, no van a acarrearle más consecuencias que las críticas, pues tiene las manos libres para hacer y deshacer a voluntad. Sólo queda esperar al fin de la legislatura y de su mandato, para poder decidir y elegir una nueva incógnita, y esperar así, a que el próximo incumpla menos que el anterior. Pobre bagaje para un sistema que se autoproclama como el mejor y único garante de las libertades y los derechos humanos.
Desde la Revolución Francesa, con la implantación del Sufragio Universal, la división de poderes y las Constituciones que recogían la Declaración de los Derechos Humanos en los diferentes Estados, la sociedad moderna suscribió una especie de contrato. El gobierno, orientado hacia el bien común, reconocía los mismos derechos y deberes a todos sus ciudadanos, sin distingos originados por la pertenencia a una clase social. Se comprometía, de esta forma, a ejercer como promotor y centinela de que los esfuerzos de un país fueran encaminados a crecer y evolucionar como colectivo, bajo el estricto cumplimiento de estos principios. Su directriz, era la del pueblo, que con su voto, iba a elegir y direccionar su propio destino.
Parecía que al fin, la sociedad, había tomado un camino que conducía a una mayor igualdad para todos.
El camino que va de la teoría a la práctica, siempre está plagado de altibajos. La perseverancia y la aplicación fidedigna, termina por demostrar que si la hipótesis es cierta, la teoría se cumple. Pero que si así dejara de ocurrir, la teoría no puede ser más que una idea falsa; y la desigualdad creciente entre ricos y pobres parece refrendarla. Pero como uno no deja de creer en la irrefutable razón de la igualdad humana, el problema debe ser su procedimiento. Y el primer problema sin duda, está en la base.
La Democracia se publicita como el gobierno de la mayoría, lo que se traduce, de hecho, en un desprecio de las minorías, a las que se las excluye de la participación en la toma de decisiones. Creando una fractura social que castiga a una parte del colectivo, con un poder erigido y apoyado sólo en aquellos que comulgan con la idea más extendida. Lo que supone ya, en un estricto sentido, que la Democracia no se apoya en la totalidad del pueblo, sino en una parte.
Pero si analizamos los hechos estadísticos, esa mayoría decisora, también se diluye. Tomando el ejemplo español nos encontramos con que la participación media en las Elecciones Generales desde la Transición ha sido poco más del 73%, con picos del 68% de mínima y casi el 80% de máxima. Es decir, entre una cuarta y una quinta parte del electorado no participa, bien sea por no verse reflejado en ninguna agrupación política, por no creer en el sistema, o por mera desilusión o dejadez. A los que hay que sumar los votos nulos o en blanco, que llegaron a alcanzar en algunas elecciones, hasta los 400.000 votos en cada una de las categorías. Lo que hace bajar aún más ese porcentaje de electores que crean una mayoría. Y si tenemos en cuenta que los partidos ganadores lo hicieron con un 34% de los votos, como menor porcentaje en 1977, y con un 48% en 1982, como mayoría más amplia; podemos concluir, que poco más o poco menos de un tercio de la población, decide por las otras dos partes.
Si miramos la abstención española en las Elecciones al Parlamento Europeo, ésta varía entre el 50% y el 55%, y en el total europeo llegó en las últimas elecciones a casi el 60%, siendo curiosamente las de mayor porcentaje de participación en la historia de la Comunidad Europea. Esta no participación, teniendo en cuenta las últimas cuatro elecciones, representó un 45% en USA o un 54% en Suiza, y en el caso de Colombia llegó hasta un 60%, en la primera vuelta de las presidenciales del año pasado.
Algo debe de estar fallando, e indudablemente mucho se podría hacer para desarrollar nuevas formas de participación directa, que paliaran esa apatía creciente de tantos ciudadanos, que sienten que su voto no significa nada. No sólo ya han pasado suficientes años desde la Ilustración, sino que la tecnología nos acompaña para buscar alternativas que puedan traducir más fielmente la voluntad popular. Si el pueblo es soberano, sabio y maduro para tomar las riendas de su sociedad, no sería lógico, loable y exigible, que los representantes políticos buscaran fórmulas para ir haciendo, de ellos mismos, unos conductores más fidedignos de aquellos a los que representan.
Pero no, no lo han hecho, ni parece ser ésta una de sus preocupaciones. Los políticos se han instituido en clase social, y su actitud se asemeja más a la de un héroe medieval o a la de un señor feudal, que una vez elegido, siente que sabe mejor que nadie, sin necesidad de consultar a su pueblo, lo que es mejor para él. O quizá simplemente sea que, o no cree en aquello de la sabiduría, madurez y soberanía de sus representados, o que su vocación de servidor público sea una mera impostura para alcanzar el poder. Hecho que explicaría porque en su labor ejecutiva, los gobernantes del mundo global favorecen las prerrogativas fiscales y legislativas de las grandes corporaciones y del poder financiero, por encima de los derechos individuales del colectivo, que en principio han jurado proteger y luchar. Permitiendo que el coste de lo más esencial, como la luz, el transporte, la vivienda, la salud o la educación, no sea asumible para un sueldo medio.
Las injusticias del sistema democrático, demuestran que está muy lejos de ser lo que afirma. En contra de su publicidad, se prima a las formaciones mayoritarias, a través del sistema D´Hondt, en países como Grecia, Austria, Polonia, Portugal, Suiza, Argentina, Francia, Israel, Japón, Finlandia, Irlanda o España, con el resultado por ejemplo en éste último país, de que un millón de votos en las generales, se tradujera para IU en sólo 2 diputados y que el PNV con 300.000 votos consiguiera 6, por poner un ejemplo. No es de extrañar que la misma propensión haga que un banco, reciba ayudas de miles de millones, y cientos de miles de ciudadanos individuales, se vean desahuciados por esos mismos bancos.
La Democracia no funciona, no al menos para garantizar los derechos que proclama. Tal vez habría que comenzar a implementar legislaciones y mecanismos, no sólo para controlar la actividad de los servidores públicos, sino para hacer que en sus decisiones se tomara en cuenta, directamente, la opinión de los ciudadanos, y lograr que todas esas minorías que carecen de fuerza participen, porque una sociedad que se apoya solamente en una parte de la población, por más extensa que ésta sea, confirma que no está concebida ni dirigida para todos. Y así, nunca se podrá autonombrar como igualitaria y justa.