Madame Rose Garden supo, como todo el pueblo, que el misterioso inquilino que había llegado un día antes a su hotel de señoritas era el forajido Hope Eye Killer, pero en contra de la opinión mayoritaria y de su habitual proceder, no lo invitó a largarse con su pequeño colt y una sonrisa. La pública recompensa y la noticia de que medio estado de Texas hervía en cuadrillas que perseguían su captura, no la inquietó como de costumbre. Sabía que su permanencia, ya alargada por una semana, significaría problemas y muerte para la relativamente tranquila localidad; pero no le importaba. Quizá porque su próspero negocio, levantado veinte años atrás y que ostentaba a las chicas más alegres y conocidas del medio oeste, iba a dejar de serlo. Había firmado su venta y la llegada del pagaré, prevista para esa misma mañana, iba a significar su despedida y dorada jubilación camino del Este, donde una vida respetable y acomodada la esperaba en Boston, misma sociedad que décadas atrás la había forzado a huir por el escándalo y la vergüenza.
Sin embargo, si había desoído las amenazas de los portavoces del pueblo, el sheriff y el ministro evangélico, era por una simpatía que aún no sabía calibrar. No al menos con razones objetivas y sólidas, sino por una identificación que cuanto más se afianzaba, menos sentido parecía tener. Siempre desconfió de los rudos pistoleros que tras pagar generosamente sus servicios de hospedería, declinaban la compañía de sus señoritas. Porque ya fuera casualidad o no, tras aquel puritanismo cristiano, llegaba indefectiblemente el tumulto, la horca y la amenaza de clausura para su libertino negocio.
En el caso de aquel indio Hopi occidentalizado con fama de implacable, traicionero y cruel, la negativa de aceptar favores sexuales de sus chicas le había granjeado su simpatía, porque algo en su andar andrógino y en la pesadumbre de su mirada, cada vez que se alejaba del pueblo para otear el horizonte, le traía a la memoria su adolescente embarazo y el derrumbe emocional y fugitivo drama que lo siguió. Tal vez porque cuando salió el tema de la maternidad de una de las chicas, un atisbo de dolor centelleó en la mirada del nativo americano, justo antes de sacar del local al cliente que había despreciado a los bastardos y a sus madres.
Aquel amanecer como en las mañanas precedentes, la figura del temido hospedado, perfilada frente a la luz naciente, tuvo a la Madame de testigo. Pero esta vez en su silueta vislumbró una feminidad acentuada por sus cartucheras, la melena y los juguetones trazos que el viento dibujaba con su abrigo. Por primera vez y desde ese instante sintió, que por extraño que pareciera, aquel pistolero había sido en otro tiempo una madre adolescente que cargaba, como ella, con el insoportable peso de la pérdida de un hijo. Su intuición nunca le había fallado, y a pesar de la imposibilidad, ahora le cuadraba aquella familiaridad y reconocía en su andar andrógino a aquel joven mestizo que meses atrás guiaba al ejército en la caza de pieles rojas y que le despertó el más profundo desprecio.
Hope Eye Killer, subió como cada mañana a la colina que a la espalda de la ciudad permitía la mejor de las vigilancias, y las señales que anhelaba y temía al fin aparecieron. Tal y como había soñado, bajo un carmesí manto de nubes, en la lejanía se adivinaba un grupo de jinetes. El polvo en el horizonte, creciente, ominoso y silencioso, confirma que en una hora todo habrá terminado. Los rostros de sus pesadillas vuelven con un escalofrío y la trémula certidumbre de que entre ellos estará aquel que le dará muerte, aquel cuyas facciones no sólo se sabe de memoria, sino que además de alguna forma le pertenecen.
Podría haber huido, podría hacerlo aún. Los caballos de sus perseguidores estarán exhaustos y el suyo, fresco y descansado, le daría la ventaja suficiente como para aplazar un momento más el fin. Pero eso no es lo que quiere. Se ha cansado de huir, han sido nueve semanas sin tregua, pero ellas no son las culpables. Parece que toda una vida de consecuencias persigue su culpa, y a su edad, la fatiga de las décadas, se ha cansado de eludir la afrenta de sus hechos. Sobre todo porque la luz imposible de sus ensoñaciones no termina con su muerte, tras dejarse matar por aquel joven que remeda sus rasgos, una paz infinita la arropa y conducida por un Kachina, la vida que le fue arrebatada se despliega y vuelve a ser aquella india andrógina. Sólo que esta vez no hay hombre blanco que aniquile su poblado, ni culpa por llevar en su vientre la semilla de los asesinos de su gente, ni abandono de aquel bastardo para camuflarse, con ayuda de sus rasgos bruscos y exacerbados, en la imagen de la huida que lleva veinte años interpretando.
La fatiga de los muertos dejados en el camino, ya no turba con sus caras; su número curiosamente sí. Se obsesiona con su significado, no con su total. Han sido demasiados y el Kachina, aunque lo ha soñado y lo desea, no será clemente con su alma. Cómo va a serlo, si para sobrevivir ha sido, por más de veinte años, uno de esos mismos monstruos que acabó con su gente. Aunque la venganza diera fuerzas y los cadáveres que dejó en el camino fueran en su mayoría invasores blanquitos y depravados, siente que ha dado un mal uso a su existencia; y esa certidumbre corroe como el peor de los castigos. El fin, ante semejante cascada de recriminaciones, se sigue antojando como el mejor de los caminos. La condena eterna del hombre blanco no tiene ningún sentido para sus creencias hopi, no duda de que habrá sufrimiento en su próxima vida, pero al menos tendrá la paz de poder olvidarse de aquella en la que ahora vive.
No muestra prisa ni ansiedad, al entrar en el local de Madame Rose para recoger sus cosas. Ya lo tenía planeado, pero no encontrarla al saldar su deuda, le causa desazón. Sólo habían mantenido una plática, pero su entereza y determinación en darle hospedaje le había suscitado una simpatía que quería recompensar. Su oro, que alguna vez pensó que iba a usar para vivir sus últimos años, iba a ser su regalo para aquella mujer que aún tenía el coraje de cumplir un sueño, y que aunque fuera simplemente por cortesía, había invitado a aquel forajido, que llevaba décadas representando, a acompañarla en su viaje.
Esperó mientras pudo, su llegada. Después escribió una nota desgarbada y dejó una caja con instrucciones a su nombre.
La calle polvorienta y abrasada por el sol, estaba ya solitaria. Las noticias se propagan rápido gracias a esos cables de los hombres blancos, y medio pueblo ha huido para no ser blanco de una bala fortuita y sedienta de sangre.
Debería apostarse en algún tejado, pero no busca la supervivencia, sino fingir una actitud heroica. Antes del sonido, viene un torbellino de aire viciado y espeso que levanta bruma de arena, tras ella se cuela el primer pistolero. Una vez confirmados sus rasgos, dispara y lo mata atravesando su ojo izquierdo. A continuación, un trío de jinetes a sus espaldas dispara una andanada, mientras descienden y se resguardan para tomar posición y seguir su ataque, en búsqueda de cobijo consiguen herir su hombro, pero no lo suficiente como para que no pueda blandir su winchester.
Una vez inspeccionados los rostros, y por no pertenecer a quien espera, van cayendo uno tras otro, como si fueran un mero trámite necesario para que aparezca la mestiza faz de sus sueños. Dos muertos más y una media hora interminable hacen falta para que lo vea, o eso cree. Lo acompañan dos figuras más, y a su escondrijo se abalanza, a trompicones y sin dejar de clavar sus ojos en aquel rostro, disparando a su entorno para conseguir que quede solo él y tenga que aceptar su reto.
Cuando los revólveres a sus extremos se silencian, sabe que ha llegado el momento. Y lo ejecuta tal y cómo lo soñó tantas veces.
- ¡Aquí estoy, un duelo limpio, solos tú y yo!
Hope Eye Killer dirige la parsimonia de sus últimos pasos al centro de la calle. El otro, aunque se demora más de un minuto, no deja de hacer lo mismo. La corta distancia permite el reconocimiento. No le sorprende que sus rasgos coincidan con el rostro de sus sueños, sí que en ellos reconozca su pasado y sus propias facciones, y que al hacerlo sienta un vahído de dolor. Piensa, si tiene que morir, que al menos sea en manos de quien puede ser su hijo.
Los años de vigilancia y su mirada periférica, alcanzan a ver a Madame Rose apostada en la ventana, con un rifle. Intuye que va a disparar, que pretende salvarla, pero no puede permitirlo. La rapidez con la que desenfunda le permite acertar en el rifle, la bala de respuesta del otro duelista, acierta en su pecho.
En su caída cree ver al espíritu del Kachina, que ya la espera. Por primera vez en años, siente que es feliz. Después, con el rostro de un hijo ideal difuminándose, pide a los espíritus de sus antepasados por él, y que a ella le permitan ver a sus seres queridos antes de enfrentar el castigo de una próxima vida.
Curiosamente su último pensamiento va dirigido a Madame Rose: “No, no me había equivocado con ella. A pesar de ser una piel blanca, tiene buen espíritu.”