La Navidad se ha transformado en una celebración muy alejada de sus valores primigenios. El consumismo se ha convertido en el gran eje vertebrador en torno al cual las comilonas, los regalos, la obligación, la nostalgia, el cariño, la ilusión de los niños y la necesidad de compartir y revivir los lazos de pertenencia y la sangre, muestran lo que la familia representa en nuestras vidas, o al menos su representación formal.
Algunos echarán en falta una expresión menos mercantilista y más acorde con los principios cristianos, como debería corresponder con la efeméride del nacimiento de aquel profeta que cambió el curso de la historia occidental. Otros se quejarán de que sigamos celebrando las formas vacías de unas creencias que, en la práctica, ya muy pocos profesan en la cotidianeidad de la vida moderna.
Pero sólo unos pocos podrán remontar el olvido y soñarán con poder desentrañar los orígenes de una celebración que existió mucho antes del Jesús histórico y de la que los cristianos, no sólo se apropiaron, sino que premeditadamente borraron sus huellas de la memoria oficial de los hombres.
El mundo antiguo desde Fenicia a la India, pasando por Roma, Grecia, Egipto o Persia, también tuvo a bien celebrar estas fechas. El solsticio de invierno que se produce el 21 de diciembre, cuando el sol termina su descenso anual hacia el sur, deja de moverse y tras tres días retoma su movimiento hacia el norte, justo el 25 de diciembre. Para todos ellos, fue un hecho que marcaba un aspecto sagrado de la divinidad. Aunque con diferente nombre y encarnación, tenía un marcado origen solar, ya que representaba simbólicamente el ciclo eterno de muerte, nacimiento y resurrección. Ejemplificado en la aparente muerte de la naturaleza durante el invierno y su lenta recuperación, plasmada en la explosión primaveral.
No es de extrañar por tanto que muchos dioses: Horus y Osiris en Egipto, Mitra cuyo culto se originó en la India y se extendió a Persia y Roma, Adonis para Frigios y luego Griegos, Dionisio en Grecia o Baco en Roma, o Frey y Thor para el norte de Europa, (por nombrar sólo unos pocos) compartieran el 25 de diciembre como fecha de nacimiento. Incluso muchos otros, por lo que significaban, recibían homenajes en la misma fecha, como Apolo y Hércules, o propiciaban como el Dios Saturno en Roma, el famoso festival de Saturnalia, que del 17 de diciembre hasta el 24, señalaba estas fechas como un periodo de buena voluntad consagrado a visitar a los amigos e intercambiar regalos.
En realidad no fue hasta el año 375, cuando el Papa Julio I declaró la natividad del nacimiento de Cristo en la fecha que conocemos actualmente, sin ninguna prueba, puesto que no había ninguna constatación de ella en los evangelios aceptados, y su elección, por supuesto, no fue casual. Resulta curioso cómo San Agustín dejó escrito que los cristianos no debían adoptar esa celebración porque los emparentaba con los paganos y sus divinidades solares.
Aunque nos han hecho creer que el cristianismo fue una revolución y un punto de ruptura frente a la tradición pagana anterior, los hechos desmienten esa creencia y muestran que en realidad no fue más que una apropiación de las milenarias costumbres sagradas que pueblos diversos, compartían. Por ejemplo, el intercambio de regalos, el acebo, el muérdago, las campanillas, las velas o la decoración de un árbol, derivan de costumbres paganas.
Pero no sólo ahí se encuentran coincidencias. Curiosamente muchos dioses paganos nacieron de una madre virgen, vinieron al mundo en cuevas o cámaras subterráneas, su llegada fue anunciada por una estrella, se sacrificaron por el bien del hombre, fueron conocidos por ser salvadores, sanadores, mediadores y portadores de luz, descendieron a los infiernos y resucitaron al tercer día de entre los muertos para convertirse en guías de la humanidad y representantes del reino celestial, fundaron comuniones e iglesias en las que todo seguidor era recibido por medio del bautismo, tuvieron doce discípulos (representación simbólica de los doce signos del zodíaco) o ascendieron a los cielos a la vista de todos como en el caso de Krishna. Osiris fue descrito como un hombre tranquilo, con pelo largo y barba, y murió también en las mismas fechas en las que lo hizo Jesús. Mitra era representado como un cordero, celebró una última cena con sus doce discípulos y en su conmemoración, sus seguidores tomaban parte en una comida sacramental con pan marcado por una cruz.
El halo con el que se representaba a Jesús y a los Santos, es un símbolo solar, que empezó a utilizarse a partir del siglo II y que muy anteriormente se encuentra en las representaciones de los dioses egipcios, en la de los dioses griegos, en Krishna y en Buda. La Cruz aparece también en Egipto, como símbolo de vida e inmortalidad, en la Irlanda céltica, en China, en América como representación de los dioses Tlaloc y Quetzalcoalt, en el dios Apolo en Grecia, en el Dios Anu de Sumeria, en Escandinavia la cruz Tau aparece como símbolo del martillo de Thor… y así un largo etcétera.
Los indicios están diseminados en los restos culturales que nos han llegado de todas aquellas civilizaciones y sus dioses. Pero es quizá más reveladora la pertinaz labor de la Iglesia por borrar y exterminar los diferentes cultos paganos, sus seguidores y sus escritos, desde el año 314 tras la legalización del Cristianismo y su adopción, diez años más tarde por parte del emperador Constantino, como única religión oficial. La destrucción de los templos, la matanza de los seguidores paganos y la quema de bibliotecas que contenían aquel antiguo conocimiento no cejó en los siglos posteriores. Si quieren investigar, comprobarán que la Inquisición fue una plasmación de la tendencia de aniquilación del enemigo que ya practicó el cristianismo entre los siglos IV al IX.
El Paganismo se salvaguardaba y practicaba en sociedades Mistéricas, en las que los iniciados pasaban por una serie de pruebas para poder integrarse en ellas y así conocer los grandes conocimientos que sobre la Divinidad, las ciencias y la sabiduría trascendental, sus maestros poseían. Los grandes hombres de la antigüedad, como Platón, acudían a estas escuelas y en su pertenencia accedían a un saber que se decía que era un regalo de los dioses, y sobre el que se comprometían a no compartir con los no iniciados. Isis, Serapis, Anubis, Mitra, Atis, Cibeles, Isis, Osiris… y muchos otros dioses parecían ser el centro de sus cultos. Los misterios Eleusinos, Órficos, Samotracios, Pitagóricos o Báquicos, son algunos de los más extendidos, pero había muchos más.
Toda aquella tradición y sabiduría se perdió con la irrupción y la implantación del Cristianismo. Nos quedó su simbolismo, transmutado y adaptado a la nueva religión, pero sin el trasfondo de valores y conocimientos que suponía. Paradójico que ahora ocurra lo mismo con el Cristianismo, exhibimos su simbolismo, pero hemos olvidado llenarlo de su ética, no sólo en las festividades, sino en la regulación de una vida cotidiana, más preocupada del dinero, que de un mensaje vital mucho más antiguo de lo que creíamos.